Análisis de Ode

Análisis de Ode

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Hablemos de El Fary. Hagámoslo, porque pocos vídeos representan mejor la genialidad de un artista y la idiosincrasia de un país como el de “La Mandanga”. Un grupo de personas se reúne en un bar, punto creativo español por excelencia. Como una Euterpe pasando por un duro bache en su vida, la inspiración llega a nuestro cantante/compositor/taxista tras observar a una pandilla de jóvenes intentando consumir sustancias ilegales -esto es, pegarle un poquito a la lejía y un poquito a la mandanga-. Este acontecimiento cotidiano, ciertamente menor, despierta la creatividad del Fary, quien “a la media” presenta ante el resto de la congregación su nuevo éxito, gestado en la esquina de alguna calle de mala muerte. No hay que menospreciar la imaginación de don José Luis Cantero: la percusión precisa de sus nudillos sobre la mesa de la tasca o su canturreo de la melodía de la canción con el mero fin de presentar tan magna obra al respetable es inigualable, especialmente cuando una certera transición nos lleva directos al tema terminado y comprobamos que, tal y como sospechábamos, apenas se parece a lo que estaba tarareando en primer lugar. Un genio.

Este borrador inicial de la canción, aún con su origen chapucero y chabacano, tiene un desarrollo extraordinariamente similar a Ode, en el sentido de que ambos parten de una idea muy básica y usan la música como principal método de comunicación y expresión de dicha idea. Cierto es que todos los juegos lo hacen a poco que se utilice una banda sonora para marcar el tono de una escena; pero aquí nos encontramos más cerca de aquellos que aprovechan el carácter universal de la música para componer su mensaje, que puede ser desde una historia a un reto concreto, dependiendo del juego en cuestión. Nos sobran ejemplos en el medio: LocoRoco la utiliza para reforzar los distintos estados anímicos -mayormente positivos- tanto del personaje como del jugador, Guitar Hero/Rock Band apela a nuestra capacidad casi innata de dividirla en secciones individuales para plantear un ejercicio de coordinación y habilidad, Rez invierte la fórmula del anterior y nos hace construir mediante beats y ritmos todo un mundo -e incluso una historia propia- desde cero…

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Lo que separa dentro de este grupo a Ode, y le diferencia incluso del hit del Fary, es que no tiene ningún mensaje, ningún reto, ninguna meta mayor que alcanzar. Lo nuevo de los creadores de Grow Home no oculta su carácter experimental, dejando pasar cualquier oportunidad de desarrollar una temática para centrarse en objetivos mucho más simples. Aquí no hay ninguna historia personal que mueva a nuestro por otro lado adorable protagonista: la idea es avanzar en cada nivel por el mero hecho de recorrer un camino, y su principal intención es que salgamos del desarrollo clásico A → B para explorar elementos primarios como la música, las formas o el color. Tampoco hay enemigos, y por supuesto ni existe el concepto de ganar o perder, ni se le espera. Ode es una experiencia sensorial, rayando lo zen, que nos revierte a un estado casi infantil en el que toqueteamos curiosos todo lo que nos rodea solo para provocar una reacción.

Esto no es necesariamente malo. De hecho, puede ser bastante efectivo. Que cada ente que puebla el minimalista ecosistema del juego muestre una respuesta concreta en forma de música nos convierte en un artista ante un lienzo vacío deseoso de ser llenado, y esa pulsión que sentimos de colorear el mundo es lo que nos conduce al teórico objetivo siguiente. La única regla no escrita es que, para poder avanzar hacia otros niveles, debemos de conducir una especie de esferas luminosas atraídas irremediablemente por nuestro cuerpo hacia unos seres amorfos y verdes que, a su vez, alimentan a otro de mayor tamaño y generan toda esa vida en forma de música y color que faltaba en primer lugar. Como pequeñísimo giro mecánico, decir que existen distintas zonas cuyo paso por encima nos permite adquirir nuevas habilidades, tales como saltar más alto a costa de perder velocidad o pasar de una plataforma a otra con mayor precisión; pero ninguna es estrictamente necesaria y apenas alteran el verdadero objetivo del juego, que sigue siendo la exploración.

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Hablábamos antes de los artistas y su capacidad de crear incluso en unas condiciones poco propicias para el arte, y he aquí un juego que nos sitúa ante un lienzo en blanco y busca que seamos nosotros los que demos sentido a lo que nos rodea a través de nuestro arte, con el movimiento y la curiosidad como únicas herramientas para componer nuestra obra. El problema es que su cortísima duración -cuatro niveles y menos de dos horas incluso tomándonoslo con mucha calma- y su escasa variedad acaba por convirtiendo nuestro resultado en un single editado para radio, y no en la grandilocuente obra maestra que nos gusta imaginar terminada cuando vemos el despliegue cromático y sonoro que nos acompaña al final de los cuatro únicos niveles disponibles. Es posible notar cierto placer ante estímulos tan directos, pero también me parece inevitable sentir una cierta decepción al querer que haya algo más y ver como el vacío nos devuelve la mirada, incluso cuando ese algo son peticiones tan sencillas como nuevas mecánicas, seres capaces de dar una respuesta distinta a la que esperamos pocos minutos después de empezar o un par de niveles más con los que perpetuar la sensación de buen rollo que nos invade al completar cada uno de nuestros “cuadros”.

Como esquema inicial de algo mayor, Ode es tan efectivo como inane. Ubisoft Reflections ha plantado una idea muy interesante, pero se ha olvidado de darnos las herramientas necesarias para hacerla crecer, quedándose en un experimento que apela a nuestros instintos más básicos sin preguntarse necesariamente por qué. Sin preguntarse nada, en realidad. Casi como si, tras golpear repetidamente la mesa y tararear una melodía con el potencial de transformarse en un melocotonazo de miedo, se hubiera apurado la copa e ido a casa a descansar.