Análisis de Total War: Warhammer II – Rise of the Tomb Kings

Análisis de Total War: Warhammer II – Rise of the Tomb Kings

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Tras despertar de un letargo de más de mil años y tomar posesión sobre la inmensa necrópolis y los kilómetros de arena muerta que se extienden hasta donde alcanza la vista, nuestro fiel consejero no tarda en ponernos al día. Nuestro objetivo principal tiene poco que ver con ese gran vórtice de energía arcana por el que pelean las demás razas, porque los Reyes Funerarios no han de mezclarse en los asuntos de los mortales y porque la gran pirámide negra se recorta sobre el horizonte. Poseerla es nuestro destino, pero hay tareas más apremiantes: por ejemplo, encargarnos de la plaga de Pieles Verdes que mancillan nuestras fronteras al norte y amenazan la paz del rey. Comenzamos a alzar guerreros de entre los muertos, pero las primeras escaramuzas arrojan un resultado descorazonador: los orcos se han hecho fuertes tras las murallas de Gor Gazan, una pequeña ciudad costera, y la fuerza combinada de su ejército principal y la guarnición encargada de guardar la villa repele una y otra vez a mis inexpertos sacos de huesos.

La humillación es intolerable, pero esos irreductibles galos plantean más problemas que el militar y sus reservas de hierro, mías por derecho de nacimiento, amenazan con cortar las alas de mi naciente civilización. No puedo vencer sin ellas ni puedo obtenerlas sin vencer, y por eso resulta irónico que me acaben dando la clave. No tengo hierro, pero tengo yacimientos de cerámica antigua y una pequeña mina de oro, más que suficiente para seducir a los enanos de un reino cercano con la promesa de una ruta comercial naciente que solo llegará si me apoyan en esta guerra. La codicia brilla en sus ojos, y el rey extranjero acepta: un par de turnos después, y sin tener que mover un dedo, observo como las dos armadas chocan y se hacen pedazos; mis arcas están llenas, he conseguido hierro y diamantes y ahora son dos las capitales desprotegidas que aguardan a mi invasión. La pluma es más poderosa que la espada. El caos es una escalera. Es el mercado, amigo.

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Es un tipo de situación que, como ya sucediera en el juego base, se produce con cierta frecuencia controlando a cualquiera de las cuatro facciones no muertas que ofrece este The Tomb Kings, y por eso resulta tan refrescante. Porque no es tan común que un juego de estrategia realmente te permita trazar estrategias, o al menos unas que no pasen necesariamente por el filo de una espada y la acumulación de tropas a las puertas del enemigo. Es de nuevo resultado de un conjunto de sistemas fuertes y enormemente bien diseñados que siempre dejan abierta otra posibilidad, un terreno abonado para el Meñique que todos llevamos dentro que además de fomentar (y premiar) el pensamiento lateral vuelve a insistir en el que es sin duda el principal hallazgo de el Warhammer de Creative Assembly: siento que ya he escrito esto demasiadas veces, pero no puedo insistir suficiente en el mimo y la inteligencia, en el infinito respeto, con el que todas estas reglas aparentemente sosas e inertes dibujan personalidades, representan culturas y definen civilizaciones enteras. En la valentía de un estudio al que le importa bien poco saltar al vacío una y otra vez, arrojando por la ventana meses de iteraciones y equilibrado con cada nueva raza para dictaminar que ahora el futbol se juega con la mano y sin porterías. Como digo no querría volver a extenderme con esto, así que seré conciso: comandando a los Reyes Funerarios todas las unidades son gratis. Cómo se os queda el cuerpo.

Es lo que tiene poder levantar señores de entre los muertos, supongo, pero una filigrana así no viene sin letra pequeña. En este caso es sencilla pero elegante, y como todo en el diseño de Total War Warhammer acaba permeando hasta la raíz en el carácter de la facción y en la manera en que jugaremos con ella. Por explicarlo de manera sencilla, salvando a la carne de cañón más elemental (los esqueletos de infantería en sus variantes de lanza y espada) todas las unidades de nuestro ejército vienen con un tope de reclutamiento, pudiendo entrenarse y mantenerse sin coste monetario alguno pero quedando sujetas al número de edificios militares compatibles que hayamos podido alzar. Es decir, que un solo campo de entrenamiento nos permitirá levantar un total de hasta cuatro arqueros repartidos entre todos nuestros ejércitos, y si queremos más tocará tirar de ladrillo. Parece una limitación simple, pero las consecuencias a largo plazo son radicales: para empezar, porque amortigua el impacto de las unidades perdidas en batalla que pueden simplemente volver a reclutarse en el turno siguiente sin impacto alguno en la economía, propiciando un tipo de juego más agresivo y proclive a tomar riesgos. Un tipo de juego centrado en la expansión y la conquista constante, a la vez ventaja y necesidad: los solares de construcción son limitados, y pronto necesitaremos más arqueros, más carros, más jinetes, más ciudades donde levantar edificios que los soporten. La necesidad de expandirse alimenta y posibilita una nueva expansión, la pescadilla que se muerde la cola. Otra vez, el Uróboros.

Porque somos Reyes Funerarios, no hermanitas de la caridad. Somos una plaga, un cáncer que se extiende, un pueblo sometido a la voluntad única de un caudillo en constante búsqueda de su Lebensraum, el espacio vital de los nazis. Somos el Tercer Reich, y por eso tiene sentido que llenar un ejército hasta los topes de jóvenes cachorros totalmente prescindibles con los que sembrar el caos por el mundo sea completamente factible desde el primer momento de la partida: es nuestro derecho divino. Es el papel de toda esa carne de cañón, de esos esqueletos con lanza y espada que mencionaba antes y que no están sujetos a ninguna limitación, convirtiendo a la especie en algo así como unos Skaven con ínfulas. Pero de nuevo llega la otra cara de la moneda: como su contrapartida en la Europa del siglo pasado, nuestros reyes están obsesionados con el ocultismo y la mitología, y conseguir despertar señores que comanden esos ejércitos implica bucear en un árbol de investigación que sustituye la tecnología real por el estudio de las dinastías perdidas. Es un esquema que se divide en un puñado de grandes etapas históricas, selladas cada una tras la losa de una gran investigación que se tomará decenas de turnos; al concluir, los secretos de dicha dinastía quedan al descubierto, aumentando en uno el límite de ejércitos que podemos capitanear y nutriéndolo de señores y héroes de hasta tres tipos diferentes.

Conviene estar atento a sus particularidades, porque como de costumbre su rendimiento en batalla es espectacular y en el apartado de la magia (que sufre un ligero remodelado en esta ocasión, permitiendo apostar contra los dioses al comienzo de cada enfrentamiento y volver a tirar los dados si los vientos no son propicios) unidades como los Sacerdotes o el Necrotecto pueden desequilibrar la balanza. Fuera de ella, sin embargo, su papel se sigue antojando algo limitado: el sistema de acciones especiales que permite enviar a un héroe a asesinar a un caudillo enemigo o a pacificar una provincia díscola sigue siendo una gran idea, pero su impacto real es pequeño y suele ser más inteligente llamarlos a filas y aprovechar sus bonificadores de grupo. Sobre todo en las primeras decenas de turnos, aquellas en las que aun dependemos de todos esos malditos esqueletos y nuestro poder militar aun no alcanzado su verdadero potencial. Más tarde, sin embargo, esa raza concentrada en las unidades prescindibles de escaso valor irá dejando paso a contrastes; a grandes titanes, a escorpiones, a bandadas de aves de presa que siembran la muerte desde los aires y a esfinges de guerra que juegan con la infantería enemiga como un gato goloso con un ratón. Es una facción realmente divertida de jugar.

Pese a conservar mapeado, oponentes y esquema táctico The Tomb Kings se siente más libre, más reposado, y por qué no decirlo, un par de pasitos más cerca del sandbox.

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La mayoría de esas grandes unidades llegan a través de las cadenas de construcción estándar, pero los verdaderos caramelitos se esconden tras la ventana del Culto Mortuorio, una suerte de alquimia basada en viejas reliquias sagradas que deberemos recolectar en cada turno y que suponen la segunda gran divisa de toda la raza. A cambio, y amén de la fabricación de objetos como armas y talismanes con los que engalanar a nuestros señores, podremos desbloquear el acceso a unidades de élite que ven disparados sus atributos, y aunque el precio sea elevado no querríais cruzaros con un regimiento de caballeros venenosos de Asaph. De nuevo, la letra pequeña: estos ritos también exigen el acceso a determinadas fuentes de recursos naturales, a sal o gemas o pequeños ídolos dorados, cerrando de nuevo el círculo y añadiendo más gasolina a nuestro impulso de expansión natural. Sí, también pueden obtenerse firmando tratados de comercio con los pueblos vecinos, por eso recuerdo con tanto cariño aquella jugada.

No son pocas motivaciones, pero queda por tocar el verdadero objeto de nuestros desvelos y el motivo real por el que los Reyes Funerarios no han venido a este mundo con la intención de hacer ningún tipo de amigos. Son los Libros de Nagash, una colección de nueve tomos sagrados que guardan la llave para hacerse con el control de la pirámide negra y de los que el juego exige recolectar solo un total de cinco, aunque no se trata de una empresa pequeña. Pese a contar con un minimapa que indica su localización exacta desde el primer momento, hablamos de recorrer grandes extensiones de terreno, de vulnerar un montón de tratados y de poner pie en territorio enemigo con relativa frecuencia, actividades de por sí peliagudas que suelen culminar en grandes batallas y sitios que vendrían a suponer un equivalente a los ritos de control que realizan las facciones en liza por el gran vórtice. Y la novedad es de agradecer, porque hacerse fuerte en nuestro villorrio ya no es una opción y todo encaja perfectamente con esa plaga de la langosta que nos ha tocado encarnar, aunque este nuevo objetivo le resta algo de intensidad a una campaña que en otros zapatos se sentía constantemente como una carrera contra el reloj. Pese a conservar mapeado, oponentes y esquema táctico The Tomb Kings se siente más libre, más reposado, y por qué no decirlo, un par de pasitos más cerca del sandbox. Cuestión de gustos, aunque en el fondo no deja de ser otro acierto total: en el fondo, qué es este desierto sino un enorme cajón de arena con el que jugar.