Análisis de The Crew 2

Análisis de The Crew 2

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“Todos nos quedamos pillados cuando descubrimos por qué corremos. Yo lo hice un día en el que mi moto se fue para un lado, yo me fui para el otro y me rompí dos costillas. La recogí, me volví a montar y seguí corriendo. Y gané la carrera. No acepto la derrota ocurra lo que ocurra”. Son las palabras de uno de nuestros mentores, un tipo rudo pero amigable que regenta el chiringuito desde el que se organizan las carreras de la modalidad Off Road. Al poco de conocernos nos regala un coche carísimo, cosa que siempre es de agradecer, pero no tardamos en olvidarlo: quizá porque el mundo de la competición callejera no es lugar para hacer amigos, o quizá porque su única interacción con nosotros pasa por estos pequeños fragmentos de vídeo, algo parecido a una recompensa con la que The Crew 2 premia de cuando en cuando nuestros progresos mediante perlas de sabiduría automovilística. Son un incentivo más, un nuevo coleccionable, una serie de ítems de diferentes colores que, como las motos de cross, los deportivos clásicos o las bujías de categoría épica, el juego organiza bajo una pestaña propia que ha dado en llamar “Narrativa”.

Para eso ha quedado la intención de contar historias. No es el único, porque el juego es poco sutil a la hora de marcar su tono y por el camino vamos a encontrarnos con otros mentores igual de entusiastas: uno de ellos se queja con amargura de las negativas del gobierno a legalizar las carreras para posteriormente felicitarnos por haber subido con un fueraborda a un tejado, y minutos después, tras una exitosa secuencia de acrobacias aéreas, otra de sus compañeras nos recuerda que ella es capaz de hacer todo eso volando cabeza abajo. En el mundo de The Crew 2 no hay lugar para medias tintas. En el mundo de The Crew 2 nadie se plantea levantarse pesadamente, aparcar la moto, sacudirse el barro del mono y acudir cuanto antes al hospital más cercano, que quizá sería lo más sensato.

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Porque The Crew 2 quiere ser muchas cosas, quiere ser un mundo abierto y un juego de coches, quiere ser un Destiny con barcos y aviones, quiere contar un puñado de historias y a la vez ser un arcade despreocupado que recorra la geografía de Estados Unidos a golpe de pruebas enloquecidas que jamás se detengan a aportar un contexto, pero sobre todo quiere molar. Molar por decreto, a borbotones, calándose la gorra hacia atrás y hablando el lenguaje que supone que hablan los jóvenes. Inundándolo todo de un pretendido culto al motor que quizá no case con lo que sucede en pantalla, y dejando caer con un ritmo plomizo referencias más bien forzadas a lo extremo que es todo y lo mucho que lo estamos petando en las redes sociales. Y el resultado, claro, es que no te crees nada.

Para empezar, y como iba diciendo, por lo chocante que resulta que un juego en el que todo el mundo parece desayunar líquido de frenos muestre tan poco respeto por lo que vienen siendo los coches. Y no me refiero a su número ni a lo cuidado de su reproducción, porque Ubisoft nunca falla en el contenido y aquí las cifras vuelven a ser mareantes: Hay Hummers, Harley-Davidsons y Alfa Romeos, y si tu sueño es recorrer las autopistas de Los Angeles en un Koenigsegg con nombre de proyecto secreto de la CIA o reventar el maquinómetro montado en el F40 del 89 el juego nunca va a decirte que no. Sin embargo, es a la hora de conducir todas estas bestias cuando comenzamos a notar un molesto ruidito en el carburador.

Cuando percibimos que realmente hay pocas diferencias que vayan más allá de la velocidad punta, la frenada y la facilidad de manejo, parámetros que The Crew 2 reproduce con diligencia pero que en modo alguno traducen a hechos todos esos sliders que vemos en sus menús de configuración. No hay carácter, no hay sutilezas, no hay peso real ni sensación de tracción, y pese a sus esfuerzos por colocar siempre un nuevo caramelito solo unos pocos miles de pavos por delante de nuestra cuenta bancaria todo el chiringuito acaba cayendo bajo el peso de un modelo de conducción que quiere ser decididamente arcade, cosa que no es ningún pecado, pero que acaba convirtiendo a sus vehículos, a sus protagonistas, en poco más que cajones con ruedas.

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Es algo que notas al apurar el turbo (absolutamente todos los vehículos vienen con uno, por cierto) en una recta larguísima, pero también cuando calculas mal la frenada e intentas recuperar el control del coche mientras derrapa fuera de sí. Es la desconexión con el asfalto, la falta de inercia, la ausencia de verdadero momento cuando consigues aprovechar un rebufo: todo está ahí, todas las maniobras son relativamente posibles, pero a nivel de sensaciones el modelo es plano y ramplón, una colección de rutinas que solo recuerda la física a la hora de hacer concesiones, cuando nos estampamos contra un muro y el juego nos devuelve rebotando a la acción. Y si esto es así sobre cuatro o dos ruedas, en un escenario que nos es más o menos familiar a todos, qué no sucederá en el mar y en el aire. He experimentado colisiones frontales contra árboles centenarios que deberían haber arrancado de cuajo una de las alas de mi avioneta para simplemente salir despedido hacia arriba y seguir volando, y también he pasado literalmente por encima de otros competidores con mi planeadora de 800 caballos. Si realmente te empleas a fondo, si te arrojas en un picado suicida o colisionas en un ángulo perfecto contra una furgoneta que viene de frente es posible matarte, pero el juego, siempre magnánimo, te devuelve a la pista sin un rasguño. Y el resultado, de nuevo, es que no te crees nada.

Parte de la culpa de esta desconexión recae en el sistema de progresión, o al menos en uno de ellos, el que se ocupa de los vehículos, su mecánica y su puesta a punto. Un sistema que de nuevo confunde sus prioridades, e insiste en desdibujar el interior del capó de estas máquinas sembrando el asfalto de componentes de colores cada vez que terminamos con éxito una carrera. Aquí, insisto, la intención es clara, y tiene poco que ver con el olor a gasolina y el romance con la carretera: es enganchar por las bravas, a punta de pistola, tomando de Destiny y de Diablo el truco más viejo del libro, aunque errando por poco en su implementación. Porque evidentemente funciona, pero quizá lo haría mejor reduciendo el número bruto de todos sus cachivaches y convirtiendo el proceso de mejora de cada vehículo en algo menos mecánico, en desenvolver de cuando en cuando un nuevo juguete que duplicara nuestra aceleración en lugar de actualizar de manera rutinaria tres componentes por otros con los números más grandes. Y es cierto que algunos, los raros y épicos de toda la vida, incorporan ciertos bonus que pueden mejorar nuestra respuesta al impacto o reducir el tiempo de recuperación del turbo (por algún motivo, en el mundo de The Crew 2 también es posible instalarse un amortiguador que aumente el ritmo de captación de followers), pero en general su impacto es pequeño, unos pocos puntos percentiles que deben dejar espacio al drop rítmico y constante de nuevas zanahorias delante del burro. Ya sabéis, a veces menos es más.

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Un principio que no suele recordar nadie, y que afortunadamente Ubisoft vuelve a olvidar en lo tocante a una selección de pruebas y a una estructura global de la que, ahora sí, si sale exitosa es por simple acumulación de efectivos. Como los equipos que ganan enviando el balón a la olla y subiendo a los cuatro defensas y hasta al portero, The Crew 2 sabe solventar todos estos problemas simplemente manteniéndonos ocupados. Bombardeándonos con cosas que hacer, y con una manera de estructurarlas que no deja espacio al aburrimiento: la consigna, de nuevo, es facilitarnos las cosas, permitiendo acceder a literalmente cualquier tipo de prueba mediante un relajante paseo Las Vegas – Miami o con un par de pulsaciones en un colorido menú para los más impacientes. Siempre podremos repetir las carreras que hayamos fallado, siempre podremos abandonar sin penalización, y nunca jamás vamos a vernos forzados a hacer algo que no nos divierta.

The Crew 2 es así, festivo y despreocupado, una celebración constante que mide nuestro progreso en barras de popularidad y lo recompensa tras cada gran arco con un fin de fiesta espectacular, una carrera mixta de unas cuantas etapas que nos obliga a saltar en caliente desde una avioneta a un Lamborghini para finalizar en un slalom marítimo a la sombra de un transatlántico. Son sus mejores momentos, sin duda, aunque las pruebas de andar por casa no suelen quedarse atrás: es incluso intimidante ver poblarse el mapa de nuevos desafíos tras cada una de estas retransmisiones, y comenzar a llenar la barrita de cero otra vez no cuesta porque hay aviones y barcos, porque ahora podemos probar esa nueva lancha sin hélices que permite derrapar en seco, porque las carreras callejeras dejan paso a desafíos con deportivos de época y por que por fin podemos montar en los Monster Trucks. Prácticamente cualquier disciplina imaginable está representada de una u otra manera, siempre hay algo nuevo que hacer, y como detallar los pormenores de cada una sería una tarea titánica prefiero centrarme en mis favoritos: los desafíos de drift, en los que el juego por fin deja caer los ojitos a unas físicas algo más exigentes, esas rondas de freestyle aéreo enfocadas a la peripecia pura, y las carreras de drags, que desgraciadamente no tienen nada que ver con RuPaul pero recuerdan un poquito a Burnout e introducen una mecánica interesante relacionada con el cambio de marchas.

En su afán de ser todos los juegos en uno, The Crew 2 acaba resultando una versión descafeinada de alguno de ellos, y quizá por eso haría bien en prestar atención a sus propias enseñanzas.

Y el asunto es que resulta divertido. Con sus problemas, con sus limitaciones y sus asperezas, pero también con un cierto candor a la hora de plantear locuras que no es tan fácil de ver y con el que sabe mal enfadarse. Es ese, la locura, su principal activo, aunque irónicamente a centésimas del podio queda un valor que resulta bastante contra intuitivo cuando uno recuerda todas esas cinemáticas tan extremas y esos discursos sobre la importancia de ir siempre a tope. Hablo de la contemplación, del relajarse y dejarse llevar, y de un mundo abierto que juega a reproducir un país entero pero a la vez permite cruzarlo de costa a costa en unos pocos minutos mientras vas escuchando la radio. Es, vuelve a ser, una manera inteligentísima de plantear un mapeado, una fuente constante de ambientaciones nuevas y sorpresas legítimas, y una de las pocas maneras que conozco de echar la tarde haciendo toneles por el Gran Cañón.

Es también la mejor manera de aprovechar ese multijugador tan orgánico, un sistema que plantea nuevas divisas grupales y vuelve a recordar a Destiny pero que a la vez sabe alfombrar el mapa de pequeños desafíos en caliente, dejando una estrella en ese lugar en el que alguien rompió la barrera del sonido y desafiándote a superar su record por diversión. No creo que vuelva a tener ocasión de hacerme con un par de records mundiales, y puede que por eso le guarde a este mundo un cariño especial: porque puedes ir al turrón, obviando el mapa y saltando de carrera en carrera con ese capitán del gimnasio que corona cada modalidad bien centrado en el punto de mira, o porque puedes detenerte a sacarle fotos a unos flamencos y posteriormente jugar a ver qué pasa si alcanzas el techo de vuelo y te transformas en caliente, con una pulsación de botón, en la motillo que solías ver aparcada delante de tu instituto. Es reconfortante que un juego insista de manera tan decidida en dejarte hacer lo que quieras.

El problema es que no es el único. No me gusta entrar en comparaciones feas y por eso obviaré referirme directamente a cierto exclusivo que conocemos todos, pero tiene bastante miga que un juego que habla tanto de la competición ignore de manera tan decidida a su competencia. Sin duda la tiene presente, porque hay referencias aquí y allá y porque en su afán de ser todos los juegos en uno, The Crew 2 acaba resultando una versión descafeinada de alguno de ellos, y quizá por eso haría bien en prestar atención a sus propias enseñanzas. Y no, no me refiero a esa peliculita que nos hablaba de llegar el primero a la meta aunque arrastres un par de costillas rotas, sino a esa otra que muestra a un Buggy ascendiendo por una pared vertical y saltando entre dos edificios, y que sentencia que lo importante no es solo ganar, sino seguir tu propio camino.