Análisis de Weedcraft

Análisis de Weedcraft

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Rebecca Jade es, sin duda, una de mis empleadas favoritas. Es posible que su aspecto desarrapado y lo caótico de su vestimenta puedan dar una impresión equivocada al principio, pero cualquiera que haya comprado hierba en el aparcamiento de una hamburguesería sabe que no hay que fiarse de los tipos que aparecen de un día para otro, con las deportivas impolutas, una riñonera enorme y una camiseta de AC/DC. Rebecca, con su plumífero militar varias tallas más grande y su aspecto de resaca constante, no podría ser un secreta ni en un millón de años, y quizá por eso el negocio funcione tan bien: cada mañana se dirige puntual al mercado, a los bajos del viejo hotel Bronze Leaves o al antiguo bloque de apartamentos que nos sirve de punto de venta a tiempo parcial, y por allí va desfilando un goteo constante de fumetas que pagan por adelantado, al contado, sin importar su condición o clase social. Universitarios, mendigos, hipsters, pacientes de cáncer a los que la medicina convencional no puede aliviar… la marihuana no hace excepciones, y por desgracia, de cuando en cuando, eso incluye también a la policía.

Todavía recuerdo la primera vez que apareció en mi puerta, temblando, con la expresión de quien ha conocido la cárcel por dentro y no tiene intención de volver. La del agente encargado de su detención, un cincuentón barrigudo visiblemente hastiado de su trabajo, transpiraba sin embargo una gélida indiferencia. El tipo claramente no quería problemas, y mis intentos de interceder cayeron en saco roto: manteníamos una buena relación (si quieres ser alguien en este negocio toca hacer amigos hasta en el infierno), pero quizá no el tipo de amistad que incluía favores claramente ilegales. Rebecca durmió en una celda, pero la gente que se juega el tipo por mi en la calle es de mi familia, y en mi familia nadie se queda atrás. Varios miles de dólares de fianza más tarde, con el problema solucionado y las promesas de fidelidad eterna de la chica todavía resonando dentro de mi cabeza, decidí asegurarme de que algo así no volvería a pasar jamás.

Volví a llamar al agente, le agradecí su profesionalidad sin tacha, charlamos un rato sobre banalidades e incluso quedamos para comer. Cultivé aquella relación como quien cultiva una nueva variedad de índica, con paciencia y dedicación constante, aprovechando cada una de nuestras charlas para obtener nuevos pedacitos de información que sirvieran a otro de mis chicos (por supuesto que lo estaba investigando en secreto, ¿qué esperabais?) para comenzar a unir los puntos que llevaban hasta el tesoro. Dos encuentros, tres, cuatro. Premio. Nadie está limpio en esta ciudad. Me guardé aquella información durante meses, y por fin sucedió: Rebecca había vuelto a meter la pata, y el comisario Polanski volvía a plantarse en mi puerta con una sonrisa amistosa, encogiéndose de hombros con una mezcla de complicidad y paternalismo. Esta vez no vas a poder llevártela, pensé, y puse las cartas sobre la mesa. Lo sé todo. Te tengo agarrado por las pelotas.

Fue solo un sonoro “hijo de puta” seguido del descenso de una barrita de confianza hasta el más profundo de los infiernos, pero todavía me siento culpable.

Y creo que es una buena noticia que un juego sea capaz de hacerte sentir así. Sobre todo un juego al que nadie parecía tomar en serio, y si no haced la prueba vosotros mismos: cada vez que le he comentado a alguien estos últimos días que estaba jugando a un simulador de cultivar marihuana he obtenido las mismas risitas, los mismos chistes, los mismos codazos cómplices. Supongo que todavía estamos en ese punto, y es más, creo que en Vile Monarch lo saben, y que desde el principio su juego elige ser una gamberrada propia de un videoclip de Snoop Dogg antes que un agudo comentario sobre absolutamente nada. Toda su subversión se reduce a ser un Tycoon de porros, y no creo que sea casual que el propio juego te anime de maneras muy poco sutiles a convertirlo en el protagonista de tu próximo streaming. Fuá, vaya risas, chaval. Codazo, guiño, codazo.

El asunto es que serían, creo, unos streamings muy aburridos. Que pasada la excitación inicial por la iconografía fumeta (el juego tampoco es sutil aquí, y no hay nada en sus menús, en su arte o en su machacona banda sonora que no encajara perfectamente en las paredes de la habitación de ese tipo de adolescente) lo que queda es el número, el recurso y la gestión desnuda de un juego tan crudo como para reducir todo nuestro imperio a un puñado de pantallas estáticas. Aquí la única hoja a la que se rinde verdadero tributo es la de Excel, un balance de entradas y salidas constante que nos obliga a cuadrar las cuentas cada mes para que lo que gastamos en electricidad, sueldos, sobornos y sustrato de calidad no supere a lo que ingresamos pasando kilos de maría en bolsas del Mercadona y acabemos en bancarrota. Las cosas se descontrolan rápido, pero como era de esperar toca empezar por abajo.

Unos comienzos tan humildes como para sonarle a cualquiera que haya compartido piso con un subscriptor de Cáñamo. No digo que sea mi caso, pero como todo el mundo sabe un par de macetas, un ventilador viejo y una lámpara colocada estratégicamente son suficientes para comenzar con la producción. Así arranca la historia en uno de los dos escenarios posibles, el de un par de hermanos afincados en la ciudad de Flint a los que la muerte de papá aboca a una nueva línea de negocio para conseguir pagar las facturas. Y al principio es tan sencillo como eso: plantar las semillas, cuidar de las plantas y acudir al mercado con un par de cogollos que permitan reinvertir las ganancias, un modelo tan simple que incluso el propio juego parece pedir disculpas. Por eso se afana en ofrecernos algo que hacer, convirtiendo la poda y el regadío de cada una de nuestras preciosidades en un minijuego torpón y algo absurdo que nos exige pulsar un botón durante el tiempo exacto para aumentar la calidad de la cosecha. Una vez, otra, otra más, hasta cerca de una decena por cada planta. El pulsar botones y la ilusión de agencia, ya sabéis. Creo recordar que Keith Stuart tenía un artículo fantástico sobre este tema.

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Es un bucle que carece de sentido real, hasta el punto de que el juego se arrepiente rápido ofreciéndonos la posibilidad de contratar trabajadores para que se encarguen de realizar las tareas inanes que él mismo nos acaba de imponer. Un ejército de Desmonds cuyo único cometido será pulsar botones virtuales para que nosotros no tengamos que hacerlo, aunque los resultados son un tanto frustrantes: por supuesto que los curritos tienen niveles, y por descontado que los que podemos permitirnos pagar apenas sabrían llevar el ritmo en un Karaoke de pueblo. Bien sea porque pegan los tijeretazos demasiado rápido o porque se olvidan de regar a tiempo la producción se convierte pronto en un pequeño desastre, aunque por el momento no es preocupante: nuestros únicos clientes son los vagabundos del centro comercial, que se conforman con lo que sea, y un grupito de garrulos del equipo de fútbol americano capaces de fumar cualquier cosa que sea barata. Ninguno de los dos grupos va exactamente sobrado en lo monetario, y por eso parece buena idea expandirse, quizá adquiriendo unas nuevas semillas que permitan seducir a los hipsters que se dejan caer por los edificios del centro. Esa gente siempre ha tenido dinero.

Y entonces comienza la caída libre. Cuando te quieres dar cuenta tienes un catálogo de cinco o seis variedades en distribución, un equipo de camellos que controla aproximadamente la mitad de la geografía local, un par de almacenes abarrotados de deshumidificadores y focos de última tecnología y a la policía extremadamente mosqueada por el elevadísimo consumo de electricidad de tu supuesto “estudio de videojuegos indie” (no me lo invento, es una tapadera real). La cosa va mas o menos por rachas, y aunque has tenido que pedir un préstamo para hacer frente a los salarios de marzo y la chica que se encarga de los cultivos ha vuelto ha pedirte un aumento, tirar por los suelos el precio de la Lemon Haze ha dejado a tu competencia fuera de juego y el parking de la hamburguesería vuelve a ser tuyo. Ahora tienes nuevas preocupaciones, porque la gente que para por allí es un poquito más exigente y poder volver a los veinticinco pavos el gramo implica controlar la calidad, lo que implica controlar el PH, lo que implica dar con las proporciones de potasio exactas y… efectivamente, estás terriblemente enganchado.

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Son los momentos en los que el juego brilla, un ecuador de la partida en el que por fin disponemos de suficientes herramientas para competir y, sobre todo, tenemos contra quien hacerlo. Como todo simulador del capitalismo sea a la escala que sea, Weedcraft Inc es un juego sobre el mercado y la competencia, un factor humano que acaba rescatando al juego del aburrido intercambio de cifras, al menos en un principio. Y es que hay más maneras de asegurar nuestro territorio que la simple presión comercial, y más amistades que pueden valer dinero que las de los agentes de la policía. Prácticamente cualquiera que pinte algo en el mundillo es también un interlocutor posible, un tipo con nombre, apellidos y un diseño vacilón al que podemos intentar ganarnos para que nos ceda una semilla en concreto, para que se alíe con nosotros contra un tercero o para que recoja los bártulos y se traslade a otro punto de venta. Con los empleados pasa más o menos igual, y al final todas esas barritas de afinidad tienen sentido porque aquí extralimitarse es casi rutina: he pedido a mi gente que sabotee los negocios de un traficante rival “por la amistad que nos une” más veces de las que recuerdo y, como decía al principio, hubo un momento en el que me sentí fatal.

Al principio.

Y es que ese es el problema de convertirlo todo, hasta las relaciones humanas y la moralidad, en un recurso con el que trapichear. En uno tan evidente, quiero decir. Al principio el sortilegio funciona, e incluso te entusiasmas un poco al comprobar que puedes charlar de manera individual con cada empleado, o que los tipos a los que te enfrentas también pueden ocultar secretos. Y todo marcha bien, hasta que decides volver a hablar con aquel policía al que vendiste de manera brutal, solo por intentarlo, y descubres que no hay ninguna rencilla que no curen un par de comentarios sobre las películas de Brian de Palma y el ajedrez online. Hasta que conviertes el proceso de elevar la barrita de confianza que asegura una respuesta positiva a determinados favores en un proceso automático, y hasta que te das cuenta de que el supuesto colega al que estás puteando aliándote con sus enemigos jurados sigue recibiéndote con los brazos abiertos y llamándote Johhny porque el indicador no ha bajado. Todo es una mentira, un decorado, un baile de máscaras en el que los números se disfrazan de humanos y que empieza a oler a cerrado en la tercera o cuarta entrevista, cuando descubres que tirando un poco del hilo todo el mundo vive con dos perros y un gato o desea convertirse en “streamer especializado en juegos de simulación” (la sutileza, de nuevo). Y entonces el hechizo se desvanece.

Poco importa que para entonces las cosas hayan vuelto a cambiar, y que el juego te arroje una renovada ración de sistemas que siguen sonando al resultado de un brainstorming sobre la industria del cannabis. Ahora hay otras ciudades a las que acudir, pantallas estáticas todas ellas, y también pedidos masivos de investigadores o estrellas de cine, o laboratorios que restan hueco a la producción pero nos permiten clavar los índices de cada planta sin necesidad de ensayo y error. Incluso podemos repartir puntos de experiencia en una tabla de habilidades dividida en legales y marroneras, optando por el talento para el soborno o por una vía completamente legal que incluso nos permita optar a una licencia para vender marihuana medicinal. Podemos hacer un montón de cosas, porque Weedcraft Inc deja muy pocas casillas sin marcar y es uno de esos juegos pensados para ser infinitos. Aun así, dudo que vuelva a arrancarlo. Me lo he pasado muy bien, he visto los numeritos subir, y bajar, y ahora tengo muchas más cosas de las que preocuparme, pero no estoy construyendo nada. Todo es ilusión, cartón piedra, decorado de fiesta jamaicana para disfrazar las más repetitivas de las tareas. Todo es mentira, y cuando el entusiasmo inicial se diluye, volver a la realidad deja una sensación extraña. Y tiene su gracia, porque quizá ese sea su único homenaje real a la marihuana.